Esperamos que este año la realidad sea otra
La de San Julián tiene
inodoros viejos en su techo. La de Juayúa ocupa un diminuto cuarto sin rótulo.
La de Santa Ana es básica. Pocos visitan la de San Antonio del Monte. La de
Antiguo Cuscatlán carece de fotos antiguas de su pasado aldeano. ¿Para qué
sirven las 163 casas de la cultura de este país?
“Jamás
he sido partidario de pedir ayuda a extranjeros, hay que pedir aquí para saber
lo que cuesta hacer cultura, para saber lo que cuesta ser culto y para amar
este país.” “Yo trabajaba en casas allá en la capital. Entonces, a mi tío le
pidieron que buscara a otro promotor cultural, nadie quiso el puesto ni sabían
qué era cultura. Yo acepté el cargo.”
Fecha: Martes 9 de octubre de 2012. Hora: 3:23 de la tarde. Lugar: Casa
de la cultura de Apastepeque. Estado: Cerrada.
—¿No sabe a qué horas abre la directora de la casa de la cultura? —pregunto a
un empleado del edificio vecino, la alcaldía.
—De seguro que no vino la chera que atiende allí. —dice el empleado municipal.
—Ella no tiene horario. Hoy vi que a las 3 vinieron a recogerla en un pick up, solo
echó llave y se fue — da razón una señora bajo un portal contiguo.
¿Quién fiscaliza las 163 casas de las cultura que salpican al país? ¿Qué debe
esperarse de una? Mayra Barraza, directora de espacios de desarrollo cultural
de la Secretaría
de Cultura las define al estilo Wikipedia: “Son espacios culturales a través de
los cuales se busca iniciar, fortalecer y fomentar el trabajo cultural para la
generación y goce de las distintas manifestaciones comprometidas con la
creatividad y la identidad… tienen una cartera de actividades variada y
numerosa”.
Según su explicación, ambigua y pastosa, una casa de la cultura podría ser todo
y nada. Quizá por eso comprenderlas resulte como ver arte abstracto. Algunas
pareciera que siempre están cerradas. Otras abren con puntualidad, entre 8 de
la mañana y 4 de la tarde, pero con la ausencia de su director. Otras ocupan
sendos caserones solariegos, que ofrecen información
limitadísima-básica-lacónica, como la de Ahuachapán y Santa Ana. Esta última no
solo luce sucia, carece de información (turística o de investigación) que
ahonde en sus edificios con valor patrimonial. Eso a pesar de que Santa Ana es
la población que más patrimonio arquitectónico tiene del país, suma 1,323
inmuebles.
La de Quelepa, en San Miguel, luce como una celda de 3 x 4 metros . Su único
atractivo es el fragmento de una iglesia colonial: un capitel que tiene labrado
a un mono araña. La de Santa María Ostuma ofrece información básica o nula
sobre su centenario patrimonio agrícola, la piña. La de puerto El Triunfo es
minimalista, parece que no tiene nada. La de Juayúa nadie sabe ubicarla porque
ha sido marginada a un cuartucho alejado de su turístico centro. La de Antiguo
Cuscatlán pareciera que abre a capricho y carece de cosas tan básicas como fotos
antiguas del poblado. Eso a pesar de ser el municipio más rico del país y que
el padre de la alcaldesa —quien atesora muchas fotografías del pasado aldeano
de ese municipio— reside enfrente. Y el director de Tacuba, en Ahuachapán,
pareciera estar siempre enojado.
Por ejemplo, para este reportaje, fue visitada dos veces (dos días distintos)
la casa de la cultura de Armenia, Sonsonate. La primera vez estaba cerrada, a
las 9:40 de la mañana. La segunda vez —este lunes— estaba abierta, pero no
estaba su directora. En su lugar, había dos adolescentes a cargo. Uno de ellos,
una muchacha, preguntó qué buscaba.
— Quiero información sobre Claudia Lars, dicen que aquí nació — dije.
— Allí hay unos banners que tal vez le sirvan — me señaló un promontorio de
fotocopias de artículos periodísticos sobre la escritora.
Si no fuera por los banners, esta sede luciría más desaliñada. Lo que hay es un
caparazón de tortuga y un tambor. Una vitrina rota, como si alguien le hubiese
dado un puñetazo para poder tocar lo que exhibe: trozos de cerámica
precolombina y un copón oxidado. Se apilan torres de libros empanizados de
polvo que recuerdan a ese dicho: “Por el grosor del polvo en los libros de una
biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo”. Y en medio de todo lo
anterior, deambula un recibo de servicio telefónico —que vencerá en un par de
días— que detalla una deuda acumulada de $236.
Santo Domingo de Guzmán es un pueblo chiquito y apartado, empobrecido. Sin
embargo, durante décadas ha sido presentado como uno de los últimos y más
importantes fortines indígenas de El Salvador. Quizá por eso su casa de la
cultura resulta tan peculiar. A diferencia de otras, luce llena, protagónica.
La alcaldía y la parroquia lucen desiertas. En cambio, bajo este techo de
lámina, en un calor opresivo, se apiña una veintena de ancianos que intentan
aprender una coreografía. Los dirigen dos lugareños: un señor de 79 años y su
sobrina de 38, Genaro y Matilde Ramírez. Pasadas las 4:30 de la tarde, Genaro
—quien ya ha escrito dos cartillas de náhuat para el Ministerio de Educación—
se asoma a la calle, como receso, en su silla de ruedas.
— El año pasado me cayó derrame cerebral, pero ya estoy recuperándome, ya estoy
otra vez dando clases de náhuat, porque eso sí, el náhuat no se me ha olvidado
— dice Genaro.
A su lado, Matilde, su sobrina, asegura que pese a su condición, Genaro
continúa enseñando el idioma nativo (el náhuat) a unos 65 niños de Santo
Domingo. Que, a diferencia, ella solo sabe unas cuentas palabras en náhuat pero
que ha sido maestra de alfarería. Que ambos impulsan este proyecto para
“adultos mayores”’. Que organizan rifas para apoyar la celebración de las
cofradías religiosas. Que han buscado apoyo de la alcaldía para comprar trajes
indígenas “carísimos” y así rescatar un antiguo baile infantil-indígena. Y
descarta que el suyo sea un caso de nepotismo… Asegura que antes de dirigir
esta casa, hace unos 15 años, trabajaba como empleada doméstica en San Salvador
—Yo trabajaba en casas allá en San Salvador. Pero entonces a mi tío (Genaro) le
pidieron que buscara a otro promotor cultural en el pueblo. Pero nadie quiso el
puesto, ni sabían qué era cultura, el sueldo era de 300 colones y ni local
había. Entonces fui a Concultura, dije que era sobrina de Genaro y allí me
dijeron: “Si nadie quiere trabajar allí, la suerte es para usted”.
Matilde clava un lapicero en su cabellera negra y podría jurar que conseguir un
local para la Casa
de la Cultura ,
y un sueldo que ronda los $800 mensuales (sin deducciones), les costó sudor y
lágrimas. “Empezamos sin sillas, ni libros, ni nada. Teníamos que andar
haciendo rifas, excursiones y pidiendo pisto a la comunidad para poder alquilar
un local, la gente hasta se enojaba: ‘Este Genaro ya aburre, solo anda pidiendo
pisto para mantener a sus damas (mujeres)’”.
Genaro interviene. Asegura que además de ser fundador, considera que uno de sus
mayores logros ha sido traducir el Himno Nacional y “El carbonero” al náhuat.
“Además, esta casa de la cultura la hemos hecho mixta: se ha involucrado en
actividades de turismo. Estamos atentos a recibir a turistas”, dice Genaro. Sin
embargo, este día la casa de la cultura lo que menos atrae son turistas o
adolescentes que escudriñen sus libros. ¿Por qué vienen tan pocos?
— Vienen menos (jóvenes) porque ahora hay tecnología, hay ciber cafés. Pero el
que no tiene como pagarlo, tiene que venir aquí a sacar sus deberes.
Zacatecoluca es una ciudad efervescente, llena de calor, carros y pregones.
¿Cabe aquí la cultura? Algunos de sus habitantes, los viroleños, consideran que
tienen dos casas de la cultura: la oficial y la casa de Rigoberto Gallegos, un
señor de canas jaloneadas en una sola cola, a quien apodan “Taboga”.
“Taboga” ha hecho de su casa un museo abierto al público, donde nada está a la
venta. En vitrinas y estantes, exhibe un casco de la antigua Guardia Nacional,
santos y monedas coloniales, muebles… y hasta una enorme teja de la casa
viroleña donde nació José Simeón Cañas. La misma que hace unos años fue tumbada
para dar paso a un supermercado. La casa-museo de “Taboga” queda a unas cuatro
cuadras de la casa de la cultura que, haciendo una comparación rápida, y pese a
que está ubicada en un caserón neoclásico, tiene vocación cultural que resulta
chocante.
En su salón principal, roba la atención un inmenso óleo firmado por Camilo
Minero —una de las máximas figuras de la plástica nacional—, que retrata a una
maestra rural con sus alumnos. Sin misericordia, al óleo le ha sido clavada una
enorme placa metálica que dice: “Pinacoteca Camilo Minero”. Y frente a la
pintura, una veintena de adolescentes baila una canción caribeña a todo
volumen. Una marquesina intenta explicar qué pasa aquí, “Escuela de danza
Adeoxal”. —¿Esta escuela es independiente de la casa de la cultura?
—Sí, es una escuela independiente. Cada niña paga $13 mensuales — responde la
instructora de baile.
Cerca de esta casa de la cultura, que se presta como academia de baile privada,
se ubica la
Biblioteca Municipal Saúl Flores (un profesor viroleño que en
vida pujó por dar identidad a todo el país). Aquí, prefiere pasar sus mañanas
el escritor Alfredo Herrera, de 79 años de edad. Desde hace varios años, él y
otro grupo de viroleños fundaron un grupo llamado Escritores de la paz, porque,
según él, Zacatecoluca urgía de otra instancia que reforzara su panorama
cultural.
— Para todas las autoridades del país, el tema cultural pasa a segundo plano…
la pobreza intelectual en la que vivimos no es terrible, sino horrible. ¡Es
horrible! — se lamenta Alfredo Herrera.
Herrera se remonta hacia 1975. Asegura que desde ese año el Gobierno impulsó
sus primeras casas de la cultura enfocadas en ser bibliotecas municipales, y
Zacatecoluca tuvo la suya. “Aprovechando esa iniciativa, allá por 1982, un
grupo de viroleños empezamos la labor de crear una pinacoteca: Camilo Minero
nos regaló un cuadro bellísimo, bellísimo.”
—¿Entonces la pinacoteca no fue un proyecto de algún director de la casa de la
cultura?
—No, es un proyecto ciudadano. Incluso, el Ministerio de Educación quiso
clasificar las obras y le dijimos: ‘Momento, estas pinturas no son del
Ministerio, son de la co-mu-ni-dad, porque nosotros, con nuestro esfuerzo y
dinero, logramos reunir más de 100 pinturas’. Hasta hicimos una monografía del
departamento de La Paz
y allí anda descuadernada...
—Hay un retrato que parece antiguo, es el de un músico viroleño de apellido
Roldán, pero su cédula dice 1980. ¿Estará bien la fecha?
—Todo está mal. Hasta al cuadro de Camilo Minero le han ensartado una gran
placa: ¡Qué bárbaros! Cuando vamos allí y nos damos cuenta de un montón de
monstruosidades nos encendemos. No saben cuidar nada — dice Herrera molesto.
—¿Será que el buen o mal funcionamiento de una casa de la cultura depende de su
director?
—Si a usted le dicen que haga un par de zapatos, no los podría hacer. Eso es lo
que pasa con ellos (los directores de casas de la cultura). No tienen esa
mística, ese deseo por hacer algo con ganas: de rebuscarse, reinventarse, de
cultivarse, de buscar dinero para hacer cosas para el pueblo.
San Julián luce bonito, es un pueblo al pie de un despeñadero parchado por
milpas y bosques de bálsamo. Pareciera imperturbable, ni siquiera pululan
moscas. Sin embargo, luego de las elecciones municipales de este año, el pueblo
se quedó sin casa de la cultura. La nueva administración, del FMLN, absorbió su
local —alegando que legítimamente era suyo— para instalar una “unidad de acceso
a la información”, algo así como una escuela de internet.
Y desde mayo, la Secretaría
de Cultura aseguró que haría gestiones “necesarias y urgentes” para alquilar un
local en el pueblo. Sin embargo, esta casa de la cultura lleva medio año en el
margen del pueblo, al fondo de una escuela pública. Allí, ocupa una antigua y
oscura bodega que huele a humedad y sin que ningún alumno de la misma escuela,
ni uno solo —ni siquiera durante el recreo—, lea alguno de sus libros, la
mayoría viejos. Los pocos que se acercan miran desde afuera sus grafitos y
media docena de inodoros viejos en su techo.
El día que fue visitada —el jueves 18 de octubre, a las 2:24 de la tarde—, ni
siquiera estaba presente su directora. Y nadie sabe ubicarla.
— Creo que la casa de la cultura de San Julián ya no existe. Hace unos días
fuimos con unos compañeros allí donde estaba y no nos dieron referencia —
aseguró un bachiller llamado Adalberto Josué Quijano.
Quien solía dirigir la casa de San Julián fue trasladado a un poblado más
apartado, a Santa Isabel Ixhuatán. Este villorrio — de 1,000 personas en el
área urbana— se ubica más al sur, encaramado sobre la Cordillera del Bálsamo.
Frente a su computadora, saluda su director cultural, Adalberto Ávalos. Él
resume que tiene 60 años de edad; que vive en Acajutla; y que, con antelación,
durante 12 años dirigió la casa de Nahuizalco, durante 10 años la de San Julián
y durante tres la de Izalco.
— Con esa experiencia, ¿por qué lo tienen ahora en un lugar tan apartado?
— En eso influyen muchos aspectos, a veces aspectos políticos. Algunos alcaldes
prefieren que ciertas personas estén cerca de ellos. Quieren que uno ande en
política y eso ha sido el problema, yo no soy político — confiesa Adalberto.
Lo que cuenta Adalberto recuerda a lo ocurrido el año pasado en el municipio de
San Isidro, departamento de Cabañas. Allí, la Secretaría de la Cultura decidió cambiar a
la directora de la casa de la cultura, Alba Echeverría. Sin embargo, Echeverría
se negó a dejar el cargo, no quiso hacer el traspaso. En supuesto, ella y el
alcalde, Ignacio Bautista, del partido ARENA, pidieron firmas por todo el
pueblo para perpetuarse, una acción que aún causa escozor. Eso a pesar de que
Echeverría terminó yéndose.
Adalberto Ávalos, el director de la sede de Santa Isabel Ixhuatán, cambia de
tema. Dice que de su bolsa ha comprado una USB con internet. Que pese a tener
dos años y medio en el pueblo aún no consigue fotografías del poblado. Y lo
dice mientras camina entre mesas de lectura sin usuarios. “La Secretaría de Cultura
paga locales, pero no todos los del país. Esta casa es de la alcaldía”, aclara
y se asoma por una de las ventanas. En el paisaje —y separado por un profundo
barranco— se alcanza a ver el poblado de Cuisnahuat.
— Cuisnahuat es uno de los municipios más pobres del país. Y tiene muchísimo
más gente que Santa Isabel Ixhuatán, ¿por qué aquí sí hay una casa de la
cultura y allá, donde urgiría más, no hay una?
— No lo sé — se encoge de hombros Adalberto.
Lo que sí explica es que la
Secretaría de la
Cultura le entrega unos $1,700 como presupuesto anual, sin
contar su salario que ronda los $900 mensuales. “Ese presupuesto anual sirve
para pagar recibos de luz, teléfono y agua. El gasto de ese dinero es vigilado
por un comité de apoyo de la misma comunidad.” Mientras platica, su gafete pide
atención: “Técnico II (con funciones de director)”.
—¿Quién decide que alguien sea director? ¿A qué se dedicaba usted antes de
serlo?
—En mi caso, lo decidió el Ministerio de Educación, ya tengo 29 años en esto.
Antes, fui promotor social de la alcaldía de Acajutla y también administrador
del mercado. O sea, no por ser licenciado alguien va a llegar de un solo a ser
director.
Al parecer, no hay requisitos estrictos para ser director de una casa de la
cultura.
Mayra Barraza, de la
Secretaría de Cultura, brindó una definición más vaga del
perfil de un director: “Son gestores y administradores culturales que lideran y
acompañan iniciativas comunitarias”. Hace cinco años, este periódico —a través
de LPG Datos— encuestó a 146 directores de todo el país. La mayoría, el 45.2%
de ellos, aseguró haber alcanzado el grado de bachiller. Y la mayoría, el 82%
de los directores, tenía entre cinco y 31 años en el cargo.
Ricardo Hernández es un profesor del Colegio Guadalupano. El año pasado hizo un
experimento en una casa de la cultura. Eligió la de Ilobasco, en Cabañas.
A las 2 de la tarde buscó a su directora. Quería presentarle un proyecto que
podría desarrollarse entre iglesias y centros educativos. Sin embargo —lo que
no cuesta creer—, la directora no apareció.
—Los estudiantes que estaban afuera y yo nos cansamos de esperar… Sé que un
lugar de estos no cuenta con un gran presupuesto. Pero si se contara con el
apoyo de escuelas, iglesias, alcaldía u ONG, el trabajo marcharía sobre ruedas.
Se necesita voluntad y gente competente — explica Ricardo, el profesor.
Alejandro Cotto, el famoso suchitotense que reinventó a su ciudad, opina que el
dinero no es determinante en el desempeño de un director de la casa de la
cultura. “La cultura es una superación. En mi caso, jamás he tenido dinero y he
tratado de hacer manifestaciones artísticas. Jamás he sido partidario de pedir
ayuda a extranjeros, hay que pedir localmente para saber lo que cuesta hacer
cultura, para saber lo que cuesta ser culto y para amar a este país.”
Para Alejandro Cotto, el concepto de las casas de la cultura raya en lo bobo.
— Las casas de la cultura se han equivocado de camino. No actúan como casas
propulsoras de cultura, son medio bobas, medio campesinas, ni siquiera son
didácticas. Es un poco engañar a la gente. Hay que reconocer primero que somos
un pueblo inculto. No tenemos noción de cultura.
— ¿Qué opina de la casa de la cultura de su ciudad, Suchitoto?
—No estoy contento con ella. La muchacha que la atiende es ‘impreparada’,
inoperante, ignorante de muchas cosas, pero ella no tiene culpa, sino la
sociedad que no sabe acercarse a algo tan sublime como la cultura con
disciplina y respeto. Lo que se le puede aplaudir a la muchacha es su buena
voluntad. Pero ni aquí ni en Izalco tienen el espíritu que deberían tener. —
dice Alejandro Cotto.
La directora de Suchitoto no quiso replicar lo dicho por Cotto. Según ella, la Secretaría de la Cultura le ha prohibido
dar declaraciones en este asunto en definitiva poliédrico y hasta abstracto.
Las 163 casas de la cultura se muestran diferentes y a la vez parecidas. En la
mayoría se jactan de elaborar “libros del pueblo”, un recopilatorio de datos
básicos, copiados de los libros del infalible historiador Jorge Lardé y Larín.
Otros, como la de Panchimalco, desde hace más de un año ofrecen talleres de
telar de cintura, pero solo una niña se ha mostrado interesada. La de Ereguayquín
ha tenido a bien hacer de Facebook su escaparate cultural. La de San Miguel ha
sido asaltad a saciedad. La sede de San Antonio del Monte, en Sonsonate, luce
alegres murales por fuera, pero con sus sillas y pasillos vacíos, sin usuarios.
Hay pueblos que aún pujan por tener una, como Cuisnahuat o San Esteban
Catarina.
Y hay otras que lucen grandes en proporción al tamaño del pueblo, como la de
Sonzacate, la cuna de Salarrué, la máxima figura literaria del país. El día que
se intentó conocerla —a las 11:39 de la mañana— estaba cerrada. Rafael Sánchez , un
transeúnte, dio la misma explicación que se escucha en otros pueblos.
— El señor no tiene hora para abrir. A veces viene en la mañana, a veces viene
en la tarde…
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