31.5.13

Su nido lo ubicaba entre la estupidez y la inteligencia

Por: Lafitte Fernández, para La Prensa Gráfica

Guayo Molina (enero de 1944 - mayo de 2013), escritor, humorista, publicista y crítico de cine. Autor de la columna 'Guayunquiando' en El Faro y de los libros 'Guanaquiando'. / Foto de Walter Sotomayor en 2004.

Guayo siempre insistía que él estaba a medio camino entre la estupidez y la inteligencia. Y entonces decía que quienes habitan esa mitad, necesitan sobrevivir con el humor.


Guayo Molina era, sin embargo, mucho más de lo que decía ser. Su mayor virtud era producir mundos reales e irreales con la facilidad de quien sabe que no hay un detector emocional de mentiras.

La tarde de hace dos días me dijeron que Guayo Molina había muerto. Desde entonces no tuve tranquilidad. Aunque no lo veía desde que supe que se marchó a Canadá, confieso que yo quería al bueno de Guayo.

No recuerdo cómo lo conocí. Creo que me lo presentó Leonardo Heredia, ese viejo festivo y jaranero que también me enseñó a amar, con todo el humor junto, lo que ambos llamaron la “salvadoreñidad”.

Siempre he sido, y seré, deudor de Guayo y Leo (quien sobrepasa los 80 años). A ellos no solo les debo que me convirtieran en uno de sus mejores alumnos de cuanta carcajada soltaran cuando interpretaban el ser salvadoreño.

También me enseñaron que nadie, como ellos, también sabían descifrar a los costarricenses a pura sonrisa estelar. Los dos siempre fueron todo lo contrario a los franceses de los años setenta, quienes creían, al menos hasta los años setenta, que la sonrisa era un símbolo de deficiencia intelectual. Eso era parte del análisis sobre la fama.

Pero Guayo siempre recordaba que los franceses debieron tragarse sus palabras cuando la sonrisa se volvió tan importante entre ellos, que François Mitterrand, el veterano y desaparecido político socialdemócrata, se limó los incisivos para mostrar sus dientes sin parecerse un vampiro. Después de eso, la sonrisa es esencial entre todos los políticos del mundo.

Siempre juré que Leo y Guayo eran capaces de hacer, juntos, un espectacular digesto de todo aquello que tienen en común y lo dispar, los costarricenses y los salvadoreños.

A Leo le entiendo esa capacidad. Vivió en Costa Rica. Se nacionalizó costarricense. Tiene las dos nacionalidades, al igual que yo. Se casó allá. Sus hijos vivieron allá. Pero Guayo era un fenómeno: lo único que tuvo allá fueron grandes amores (ojalá no ofenda el honor de nadie).

A pesar de eso, y por el hecho de que, por su oficio viajaba mucho a Costa Rica, Guayo era capaz de partir en mil pedazos lo mejor y lo peor de los costarricenses y de los salvadoreños. Por eso es que me desternillaba cuando imitaba cualquiera de las dos nacionalidades.

Ahora creo que a Guayo nadie lo vio triste un solo día de sus 69 años. Me lo probó cuando cumplí 50 años. Invité a pocas personas a mi casa a tomarnos unas cervezas. Uno de ellos fue Guayo. Ese día aprendí que la sonrisa nunca entraría en decadencia. Se robó el show toda la noche.

Guayo era un psicólogo metido a publicista. Su genio creativo era potente, formidable, impetuoso. Su juicio crítico también. Cuando se trataba de analizar, con seriedad, los problemas del país, su talento siempre provocaba un educado y tolerante silencio.

Recuerdo que un día, alguien se me acercó y me dijo que no me juntara tanto con Guayo. Pregunté por qué (que yo supiera no era lavador, narco o coyote), y me dijeron que era muy de izquierda y le había llevado la campaña a Héctor Silva, la primera vez que este ganó la Alcaldía de San Salvador.

Ese esfuerzo deslegitimador de algunos no era nuevo para mí. Esa es la peor arma que usan los delincuentes verbales. Por eso le conté aquello al propio Guayo. Fue entonces cuando me dijo, con todo su humor junto: “Mirá, salgámonos del clóset y digámosle al mundo que somos culeros viejos y que los dos nos amamos. Talvez así los chuchos dejen de joder”. Así era él: no necesitaba memorizar líneas antes de entrar en escena. Era una estrella legítima.

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