12.8.13

Necesitamos a Ungo

Publicado el 21 de julio de 2013 en El Faro
Traté de resistir la tentación de publicar este artículo de El Faro, pero al leer y escuchar la calidad del debate actual y los discursos que se manejan en la Asamblea Legislativa, no me quedó otra alternativa que traer a cuenta que en El Salvador existieron y existen grandes políticos, intelectuales, comprometidos, cuya personalidad, ética y moral distan mucho de la de algunos de los actuales diputados.
El editor. 


Por: Román Mayorga
La primera ocasión en que saludé a Memo, brevemente, fue en el Congreso Nacional de Reforma Agraria convocado por la Asamblea Legislativa de El Salvador, a comienzos de 1970, donde él fue miembro de la Directiva del Congreso y yo asistí como observador por parte de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). La última vez que le vi fue en su lecho de enfermo en un hospital de la ciudad de México, en el mes de febrero de 1991 en el que murió. Nuestra amistad transcurrió entonces en un período de alrededor de 20 años, que la lectura de este libro me ha revivido con añoranzas, como dije antes, y también a veces con algo de tristeza.
No podría, aunque tratara, sintetizar mejor el recuerdo que tengo de Memo que con las palabras que escribí espontáneamente al enterarme de su muerte: “…. político que ennobleció el arte de hacer política en el terruño, abogado que pudo ser millonario pero que prefirió pasarse la vida defendiendo a los pobres de la tierra, hombre íntegro y valiente que a la vez era un fino caballero, con una delicadeza personal que se notaba hasta en la forma de contar sus chistes erótico políticos sin el menor asomo de vulgaridad”.
Lo primero que resalta en mi recuerdo es su vocación política. José Jorge (Pepe) Simán dice que nuestro amigo común era un “animal político”. Esta no fue, desde luego, una expresión derogatoria de Pepe sino una afirmación del especial talento y habilidad que tenía Memo para hacer política, así como una observación objetiva de lo que constituía el principal objeto de sus afanes. Con todo respeto pienso que la política, concebida como gestión de los asuntos públicos en orden a lograr el bien común, y la dedicación a las actividades que le son propias, constituían para Guillermo Ungo un interés casi obsesivo.
No me refiero a la “politiquería”, que es algo muy distinto y contrario al espíritu de lo que Memo hacía. Él nunca fue un oportunista interesado en cosas para sí mismo, sino un señor que tenía siempre en mente el bien del país, sin buscar ventajas personales incongruentes con su noble empeño. A veces incluso arriesgó la vida por ser consecuente con sus convicciones, como luego referiré. Pero, a diferencia de otros que participaban en política con renuencia y sólo por un sentido de deber, él disfrutaba de esa actividad, volvía una y otra vez a conversar con fruición sobre temas políticos y daba la impresión de llevar eso en la sangre o en los genes. No sería esto último de extrañar pues sus padres, don Guillermo y doña Mercedes, también tuvieron vocación política, o por lo menos mucho interés por la “cosa pública”, pues fueron fundadores del Partido Demócrata Cristiano salvadoreño, al cual Memo nunca se afilió.
Memo fue siempre un hombre cristiano y sus convicciones políticas tenían una honda raigambre en esa fe, lo cual es desde luego muy distinto a afiliarse a un partido político que lleva ese sobrenombre. Pero no fue él un católico ritualista tradicional, sino más bien, un humanista cristiano que compartía los compromisos y la visión de mundo de quien sigue al “Jesús histórico”, como lo hacía entre otros Monseñor Oscar Arnulfo Romero.
Esto podrían haberlo atestiguado mejor los jesuitas mártires de la UCA que fueron amigos suyos y compañeros de trabajo universitario durante siete largos años, de 1972 a 1979, en una de las épocas más convulsas de la vida nacional.
Si bien Guillermo Ungo era renuente a aceptar etiquetas y también a tratar de aprovechar políticamente su cristianismo, pienso que no habría objetado que caracterizara sus convicciones como las de un “socialista democrático de inspiración cristiana”.
Digo “socialista democrático” y no “social demócrata”, como muchos lo llamaban por ser aliado internacional de líderes de partidos con ese nombre y vicepresidente, por algunos años, de la asociación que los agrupa, la Internacional Socialista. Pero, curiosamente para quien lo observara con atención, Memo casi nunca empleaba el término de social demócrata para describirse a sí mismo o a su partido, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR).
Puedo especular sobre las razones de esa renuencia acerca de la mencionada denominación, además del prurito anti etiquetas de un intelectual que no era para nada simplista sino más bien lo contrario; es decir, dado a matizar mucho los juicios. Por una parte, Memo estaba consciente de que en algunos partidos con denominación “social demócrata”, como en muchos otros, existían intrigas politiqueras y truculencias con fondos públicos con las que él no se identificaba. El nombre del MNR, una calificación no usual para denominar partidos políticos, estaba más libre de sospechas a ese respecto. Más significativamente, por otra parte, me imagino que él pensaba que la denominación era inexacta, pues no reflejaba adecuadamente la esencia de lo que creía. Esta afirmación amerita algo más de explicación.
El socialismo en que Memo creía era ante todo una cuestión de valores, o principios de igualdad, justicia y solidaridad. Igualdad de hijos de Dios que tenemos todos la misma dignidad. Justicia que le da a cada quien aquello a lo que tiene derecho, especialmente la
satisfacción de las más básicas necesidades humanas. Solidaridad ante el sufrimiento ajeno, que le hace a uno sentir con el otro y acompañarlo en la lucha por mejorar sus condiciones de vida.
Memo Ungo no hacía formulaciones teológicas de la política, aunque el espíritu de igualdad, justicia y solidaridad del “abogado que pudo ser millonario pero prefirió pasarse la vida defendiendo a los pobres de la tierra” habría sido bien reflejado por el lema jesuítico de ayudar a “bajar de la cruz a los crucificados de nuestro tiempo”. Este cristiano nunca cultivó el odio contra nadie, pero sí era observable la indignación que sentía ante la desigualdad extrema y creciente en nuestra sociedad, ante la injusticia que niega a millones de personas sus derechos más elementales, ante la insensibilidad con el dolor de los humildes, y ante las condiciones de explotación humana que se facilitan tanto en una economía exportadora de bienes primarios, cuando esta no requiere de un amplio mercado interno para vender sus productos ni conocimientos sofisticados para elaborarlos. Todo esto era, precisamente, la raíz de su fuerte oposición al sistema oligárquico salvadoreño, que en toda su vida quiso cambiar.
Otro elemento importante del socialismo de Memo era su escepticismo ante las posibilidades del mercado para organizar la sociedad en forma congruente con los anteriores valores. Gustaba decir que para el mercado vale más el capricho de una niña rica que el hambre de una niña pobre, porque la primera tiene ingresos suficientes para manifestarse en la demanda, pero la segunda no. Guillermo Ungo y los miembros del MNR ciertamente creían en la necesidad de un Estado fuerte, no necesariamente grande, ni inflado, pero sí capaz de asegurar el bien común frente a intereses minoritarios que se le opusieran. Las condiciones salvadoreñas que habían generado, a través de muchas décadas, un sistema muy poderoso e inflexible de dominación de las mayorías, aumentaban aún más esa necesidad, puesto que en tales condiciones nadie, sino un Estado más poderoso, podría transformar el sistema oligárquico en otro que fuera más igualitario, equitativo y solidario.
Una de las creencias que Memo consideraba más nocivas provenía del norte, la llamada “teoría del derrame” (o del “rebalse” para otros), la cual consistía básicamente en postular que bastaba la inversión privada y el crecimiento de la producción para que los beneficios de dicho crecimiento se trasladaran automáticamente (se “derramaran”) a toda la población mediante mecanismos de mercado. Esa teoría estuvo particularmente en boga durante la administración del presidente Reagan, quien creía en ella a pie juntillas a pesar de que era históricamente falsa. En El Salvador, por ejemplo, hubo un crecimiento económico significativo desde 1950 hasta 1980 (más del 70% de incremento del producto per cápita a precios constantes) pero los beneficios de ese crecimiento se distribuyeron en forma tan desigual que el número absoluto de indigentes aumentó también en el mismo lapso.
Estudio tras estudio en América Latina encontraba lo mismo; es decir, que el mercado no producía automáticamente un derrame de beneficios del crecimiento hacia los estratos más pobres de la población. Realmente, pues, la teoría se empleaba como una de las justificaciones ideológicas que apoyaban una concepción muy interesada del desarrollo. En particular, en nuestro país contribuía a perpetuar el sistema oligárquico salvadoreño y el esquema de dominio internacional en que estaba inserto, el cual obstaculizaba la alteración del primero.
Memo rechazaba tajantemente esas ideologizaciones, incluso con cierta brusquedad, y no tenía reparos en declararse “anti-oligárquico y anti-imperialista”.
Habiendo notado el socialismo en que Memo creía, es también necesario aclarar que había otro con el que discrepaba. No comulgaba con el estalinismo del siglo XX, político ni económico. Recuerdo un incidente de los años setenta que me parece significativo. En esos años se discutían muchos temas en la universidad donde ambos trabajábamos y entre ellos las características que debería tener una reforma agraria para que satisficiera simultáneamente requisitos de equidad social y eficiencia económica. El director del Instituto de Investigaciones de la UCA (el mismo Ungo) se refirió en una ocasión a la “ingenuidad estatista” de algunos estudiantes que se hacían demasiadas ilusiones con lo que podría lograr un Estado omnipresente y se mostraban proclives a desconocer que poco se lograba con sustituir a una clase oligárquica egoísta y prepotente, con una clase burocrática tan poderosa y egoísta como la primera.
Los estudiantes murmuraron algo sobre el “reformismo pequeño burgués” de Memo, pero él sólo les respondió contando la historia de un académico del cono sur, con impecables credenciales socialistas, quien después de estudiar y comparar con rigor los resultados de los sistemas escandinavos y el soviético, llegó a la conclusión de que “más importante que quién es el dueño de la vaca, es quién se toma la leche”. Argumentó con lucidez que en El Salvador no había que eliminar la propiedad privada de la tierra sino sólo la gran concentración de la misma en pocas manos, que era propia del sistema oligárquico.
En lo referente a la economía soviética, creo que Memo veía mal la ineficiencia productiva de ese país y de los demás que establecieron un modelo de planificación centralizada que suponía omnisciencia de los planificadores y ahogaba las energías creadoras de los individuos. La misma experiencia de la familia Ungo como propietaria de una imprenta pequeña o mediana le hacía fácil entender que el Estado no existía para administrar pulperías. No tuvimos ocasión de conversar sobre el progresivo derrumbe de dicho modelo después de la caída del Muro de Berlín, pero podría apostar a que no le sorprendió mucho.
Él sabía bien que las realidades de un país no pueden extrapolarse mecánicamente a ningún otro y se cuidaba de no hacerse vulnerable a la acusación de querer transformar repentinamente a El Salvador en otra Dinamarca, Suecia o Noruega. Admiraba el tipo de socialismo que se había implantado en esos países, el cual había demostrado que la eficiencia de la producción era compatible con las exigencias de la justicia social, mediante un sistema mixto que armonizaba los roles diferentes del Estado, el mercado y la sociedad civil, potenciando a cada uno de ellos y su interacción. Los gobiernos socialistas escandinavos no abolieron la propiedad privada de los medios de producción, pero sí apoyaron, regularon y controlaron sus actividades de una manera que aseguraba un alto nivel de productividad con una distribución muy igualitaria y humana de los beneficios de la misma.
A Memo le parecía un simplismo inaceptable que se dijera que los países nórdicos eran capitalistas, pues opinaba que el capitalismo no era sólo un sistema donde se respetaba la propiedad privada, la cual existía en mayor o menor medida en casi todos los países, sino un sistema donde predominaba una lógica de acumulación que subordinaba todo al egoísmo humano. Así eran, de hecho, los sistemas de mercado poco regulados por el Estado, donde éste no era capaz de impedir la explotación de seres humanos, o el descuidado abandono de ellos a sus carencias. Aunque nunca le escuché el término, creo que habría llamado a los sistemas escandinavos “economías mixtas de inspiración socialista” y nunca “economías capitalistas”.
Más aún que al sistema rígido de planificación centralizada, Memo objetaba las prácticas y los dogmas políticos del “socialismo real” del siglo XX, tales como el partido único que encarnaba la verdadera e irrefutable vanguardia del proletariado, el culto a la personalidad y la conformación uniforme del pensamiento de todos con los dictados de una élite constituida en comité central de ese partido, las múltiples restricciones de la libertad de las personas y, en fin, todo aquello que formara parte de una organización totalitaria de la sociedad.
Dicho en forma positiva, en lo referente al sistema político Memo era un demócrata occidental que favorecía el pluralismo, la vitalidad de diversos partidos, la tolerancia mutua, la separación de los poderes públicos, el control recíproco de los mismos, la imparcialidad del sistema judicial, la libertad de expresión y el respeto a los derechos del individuo y las minorías.
No adoptaba esas posiciones como táctica para engañar a nadie sino como expresión de su ser auténticamente democrático, que no sólo lo era por convicción sino incluso por temperamento.
No obstante su suavidad, tan distinta de la ferocidad que a menudo se atribuye a los que luchan con las armas (pienso que Memo era perfectamente inútil con las armas), éste fue un hombre muy valiente. También era íntegro; es decir, coherente en sus actuaciones con sus principios y capaz de dar la vida por los mismos. Para dar una idea de esto, tendré que relatar algunas vivencias del tiempo en que participamos juntos en la primera Junta Revolucionaria de Gobierno de El Salvador, de octubre de 1979 a enero de 1980.
Para comenzar, trataré de responder a la pregunta de por qué aceptó Memo ser miembro de esa Junta, estando muy consciente del enorme riesgo de fracaso de la misma, como efectivamente ocurrió. Años después dijo que era capaz de “nadar en una piscina con tiburones, pero no de lanzarse de cabeza en una sin agua”. Pues bien, en octubre de 1979 se tiró de cabeza a una piscina con poquita agua.
En el fondo de la cuestión estaba su objetiva percepción de que el país estaba al borde de la guerra civil y que en esas condiciones tenía un deber ético insoslayable de hacer todo lo posible para evitarla, así fuera que tuviese que romperse la cabeza tirándose a nadar en una piscina con poca agua. La Junta representaba, en su expresión, “la última oportunidad de cambiar al país pacíficamente” y no aceptar ese reto habría sido un acto de cobardía que un político como él no se habría perdonado en el resto de su vida. Pensó pues que no podría soportar ver al país destrozándose en una convulsión sangrienta, sin haber antes cumplido su deber de intentar lo que parecía casi imposible. Tan claro y tan valeroso como eso.
Estando ambos en la Junta, un día me enteré de que algunas de las personas encargadas de proteger mi vida y la de mi familia eran miembros de la temible Policía de Hacienda, la cual no me inspiraba por supuesto ninguna confianza. De inmediato hablé sobre esto, a solas, con Memo, quien me escuchó sin inmutarse. Me respondió con mucha tranquilidad que probablemente él estaba en la misma situación de vulnerabilidad y que nuestra principal protección era que “ellos” (refiriéndose a los militares) sabían que si nos mataban podrían detonar una explosión contra sí mismos. “Triste consuelo”, pensé para mí mismo, y procedimos a discutir qué se podía hacer para mitigar el peligro. Hicimos algunos ajustes en nuestro pobre esquema de seguridad y al final comentó con sobriedad lo siguiente, más o menos: “Esto es muy precario, pero ni modo, no podemos hacer más; hay que seguir adelante con nuestro esfuerzo por impedir la guerra, sin cometer imprudencias innecesarias pero sin pensar mucho en este riesgo inevitable”. Ese día, una especie de corriente eléctrica recorrió mi cuerpo, pero me sentí confortado por la entereza y el sereno coraje de mi amigo. Nunca más volvimos a hablar de ello.
Guillermo Ungo pensaba, como Monseñor Romero y otras personas responsables, que los miembros de la Junta teníamos la obligación moral de soportar cualquier riesgo y disgusto personal porque lo que venía inmediatamente después del fracaso de ese intento era la guerra civil del país. Su habitual gusto por la política no brilló mucho en esos días, sino más bien su integridad. En otra de sus memorables sentencias, él expresó con gran veracidad cómo nos sentíamos en esa Junta: “como burro amarrado entre tigres sueltos”.
No obstante la dolorosa sensación de impotencia, estuvimos en la Junta hasta que los mismos militares nos liberaron de la responsabilidad, desde el 15 de octubre de 1979 hasta comienzos de enero de 1980. No renunciar al gobierno en enero habría sido como amarrarnos nosotros mismos a un proyecto de “reformas con garrote” muy distinto al que habíamos pactado en octubre, o peor aún, aceptar la complicidad con un posible genocidio. A Memo le impactó mucho (como a mí) la afirmación de un coronel que nos dijo, en una de las últimas reuniones, que no nos necesitaban para hacer lo que tenían que hacer y afirmó que, si lo consideraban necesario, no vacilarían en repetir lo de 1932.
A ambos nos pareció que lo de 1932 no sólo era posible sino muy probable, dada la actitud de la derecha militar. La clara advertencia del coronel en la reunión antes mencionada, con presencia de los jefes de los cuarteles del país, fue que les importaba un bledo la total oposición de los miembros civiles de la Junta y del Gabinete a que ellos hicieran lo mismo a comienzos de 1980. Dijeron además lo que era obvio, que no se consideraban subordinados a la Junta.
Debido a lo que vino después, me he preguntado algunas veces si podríamos haber hecho algo distinto, o algo más, para aumentar las posibilidades de la Junta o evitar su fracaso. No hay ahora manera de saber cuál habría sido el resultado de otra estrategia o acción. Sin embargo, me inclino a pensar que el resultado final no habría sido significativamente diferente para el país, porque dependía de dos factores cruciales que estaban determinados desde el principio de la Junta, los cuales enuncio a continuación.
En primer lugar, todo el esfuerzo fue tardío. Se intentó cambiar pacíficamente al país cuando ya estaban muy consolidadas las posiciones de dos polos antagónicos armados y las actitudes se habían hecho irreductibles en los dos lados desde el triunfo sandinista en Nicaragua, por razones cuya explicación nos alejaría mucho del tema principal de este Prólogo, pero que son fáciles de adivinar. En segundo lugar, “el golpe nació muerto”, como decía Ítalo López Vallecillos refiriéndose a la rebelión de la Juventud Militar de 1979, porque al instalarse la Junta el 17 de octubre de ese año el poder militar real había sido ya arrebatado a los jóvenes capitanes por un grupo de coroneles contrarios a las promesas de la “Proclama de la Fuerza Armada” que habían emitido los primeros. Estos coroneles eran muy incompatibles con los civiles en la Junta y el Gabinete, lo cual se hizo cada vez más claro en el transcurso de la corta vida de ese gobierno.
Al poco tiempo de la masiva renuncia de los civiles al final de esa Junta, fue asesinado (el 24 de marzo de 1980) Monseñor Romero, quien había sido el gran muro moral de contención de la violencia, y entonces se desbordó el caudal contenido de rabia y rebeldía de muchos sectores del país, inundando toda la comarca. Propiamente, hubo en El Salvador una lucha armada limitada desde los años setenta y hay ahora cierto desacuerdo sobre cuándo comenzó realmente el gran conflicto nacional. Me atrevo a afirmar que, siendo Memo un analista que privilegiaba los aspectos políticos sobre los militares, probablemente habría pensado que el comienzo de la guerra civil fue poco después del magnicidio de marzo de 1980 y bastante antes de la ofensiva del FMLN en enero de 1981. En todo caso, creo que nuestro cruce del Rubicón fue en 1980, cuando murieron violentamente alrededor de 12.000 personas.
Memo salió del país a comienzos de 1980 y emprendió un largo periplo político diplomático por todo el mundo, que se describe ampliamente en la biografía. Aunque él regresó a El Salvador en alguna que otra ocasión puntual, no pareció entonces que su vida corriera mayor peligro. Ello fue diferente en 1988, cuando volvió al país para hacer política abiertamente, en medio de la guerra, siendo un aliado del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Precisamente eso mismo es lo que había hecho antes otro amigo, Enrique Álvarez Córdova (Quique), un hombre destacado que era entonces Presidente del Frente Democrático Revolucionario (FDR), la misma posición que después ocupó Guillermo. Bien se sabe que Quique fue torturado y asesinado salvajemente, junto a Enrique Barrera (miembro del MNR) y otros dirigentes opositores; por eso no pude evitar una fea premonición que afortunadamente no se cumplió.
Ungo llegó a ser candidato presidencial en 1989, en plena guerra, sin mucha más protección que un chaleco antibalas que a veces ni siquiera se ponía. La mencionada candidatura presidencial me pareció algo temeraria, aunque entendía y participaba de su propósito, el cual no era desde luego ganar la presidencia en esas condiciones sino acumular fuerzas distintas a las militares para volcarlas a favor de una salida negociada de la guerra civil. La intención fue frustrada en gran medida por la actitud del FMLN, que prohibió a sus bases votar y hasta trastornó ese día el transporte de bastante gente que lo habría hecho, negándole así un contingente de votos que mucho pudo contribuir a demostrar que la gente quería paz y estaba harta del conflicto. Se sabe que eso molestó bastante a Memo.
Si evitar la guerra civil había sido para él un objetivo absorbente antes de su inicio, salir de ella mediante negociaciones se convirtió para Memo en una obsesión durante prácticamente toda la década de los años ochenta. Quienes lo acusaban de ser un tonto útil, compañero de viaje de comandantes leninistas que no creían en sus convicciones democráticas y lo tirarían por la borda tan pronto como no fuera ya funcional a sus objetivos, sencillamente no entendían, o aparentaban no entender para desacreditarlo, una estrategia inteligente y audaz para finalizar una gran tragedia nacional.
Esa estrategia funcionó y mucho de su éxito se le debe a los esfuerzos de los miembros del MNR, Héctor Oquelí incluido, y otros demócratas, como de manera explícita reconoció Schafik Handal el día de la firma del Acuerdo de Paz en Chapultepec, el 16 de enero de 1992. En esa ocasión Handal llamó a Guillermo Ungo “hombre síntesis de ese pensamiento y esos trajines mundiales” y dedicó su “recuerdo y homenaje” al personaje histórico que había fallecido poco antes, sin ver su sueño de paz logrado, aunque consciente de que su realización estaba cercana.
Memo supo comprender muy bien su rol en todo el proceso y lo cumplió sin grandes aspavientos. Sabía que él no era un líder de masas, sino más bien de intelectuales, un negociador, articulador de alianzas y consensos, concertador de voluntades y diplomático de gran estatura en el mundo internacional. Pero eso, justamente, era lo que se necesitaba para que numerosos países, organizaciones y fuerzas políticas juntaran sus esfuerzos para presionar y hacer posible la complicada salida negociada de la guerra. La sola estrategia militar de ambas partes del conflicto no podría haber producido el resultado del Acuerdo de Chapultepec.
La integridad y rectitud de su vida son una demostración para las nuevas generaciones de que la política puede ser una actividad noble y de que no hay que tachar a todos los que se dedican a ella de corruptos o inescrupulosos, como lo hace la llamada “anti política” que contribuye a debilitar a los partidos y las instituciones democráticas, y a crear así condiciones propicias para que el vacío sea llenado por un tipo peor de política.
Pensando en todo eso entiendo por qué me identifiqué tan fácilmente con lo que me dijo hace algún tiempo el sociólogo Juan Hernández Pico S. J. Esto era, que a El Salvador le hacía falta Memo Ungo, quien habría sido “el hombre ideal” para conducir desde la presidencia de la República un proceso como el que necesitaba el país, refiriéndose creo a todo el período posterior al Acuerdo de Paz de 1992.


Pienso que Hernández Pico tenía razón; Memo Ungo murió antes de tiempo. En la época polarizada en que vivió, tan llena de certezas rotundas pero opuestas, sus juicios matizados no eran muy populares de lado y lado, su personalidad les parecía hamletiana, y muchos no ponían atención a sus argumentos porque no coincidían con los de los polos. Difícilmente podía entonces ganar una elección presidencial. Después de la guerra, sin embargo, si hubiese vivido veinte años más, en algún momento habría tenido el voto de toda la izquierda salvadoreña y su personalidad habría resultado atractiva para un centro temeroso de “feroces comandantes”, logrando quizás unificar un espectro político muy amplio que sólo habría excluido a la extrema derecha. Tal vez entonces las políticas públicas salvadoreñas habrían conducido a una realidad más igualitaria, más justa y solidaria, y Luis de Sebastián no se habría preguntado, como lo hizo al final de su vida, si valía la pena una guerra civil para tener después un gobierno neoliberal durante los veinte años siguientes.
No quiero terminar estas líneas lamentando lo que pudo haber sido y no fue, sino con la nota de esperanza de que el pensamiento y el ejemplo de Guillermo Manuel Ungo iluminen un futuro que todavía puede ser.
*Esta es una versión editada del texto que sirve de prólogo a la biografía escrita por Roberto Turcios, titulada “Guillermo Manuel Ungo. Una Vida Por La Democracia Y La Paz”.

No hay comentarios: